Lo interesante del dolor es su invisibilidad...
Está con nosotros, se despierta, camina, trabaja, viaja y come a nuestro lado y no lo vemos.
Podemos reír, ser felices y vivir, mientras que como nuestra sombra ahí esta, sin dejarnos y sin menguar.
Le cambiamos el nombre a confusión o cansancio, pero sabemos que no fue.
Nos falla la salud, las cosas pierden brillo, pero no aceptamos que nos rodea.
Se grita, se habla, se discute por tonterías, por no admitir su presencia.
La única manera de dejarlo ir, es llamándolo por su nombre y seguramente nos duela.
Se cuenta una historia que quizás venga a colación de estas palabras y me gustaría compartirla con ustedes:
Una vez un niño encontró un elefante en la calle, uno de esos de cerámica, los solemos ver con un dolar enganchado en la trompa, a veces en grupo otras solo. Este era un muy bello adorno a con piedras de colores de un perfecto dorado metálico.
Se convirtió enseguida en lo único que le importaba, adonde estaba el niño, estaba el elefante. Una mañana cuando se despertó, el elefante estaba descolorido, parecía de un color terroso y opaco. Las hermosas piedras que una vez lo habían cubierto se desprendían solas.
No le quiso contar a nadie que había pasado, tenía miedo que se lo saquen, entonces pensó que si lo mantenía en secreto, podría encontrar la manera de arreglarlo. Pasaba por pinturerias y locales de adornos, preguntando si había manera de arreglarlo, jamás se lo mostró a nadie, solo les contaba y le recomendaban pegarlo o pintarlo. Juntó dinero, compro pegamento e intentó pegar sus piedras otras vez, pero al poco tiempo se caían. Estaba desesperado cada día se alejaba más de lo que había sido, estaba tomando una textura de cuero y había perdido todo su brillo.
Esa noche durmió incómodo, a la mañana siguiente el elefante no estaba, se levanto corriendo y lo encontró en el medio del living parado tranquilo, había cobrado vida y crecido, era un poco más grande que un gato y lo miraba contento con ganas de jugar. El niño estaba confundido, feliz, sorprendido. Jugó y disfrutó toda la tarde, mientras sus padres trabajaban en el local de adelante de la casa donde vivían. Lo ocultó debajo de la cama y pasó su primer noche.
A las pocas semanas ya era demasiado grande para abajo de la cama, se divertía la pasaban bien, pero ya no era tan fácil jugar, había roto en unas semanas dos vasos, tres platos, un cuadro, una puerta, y una silla. El niño fue castigado, ya que lo hicieron cargo de la roturas, y hasta se hablaba de cambiarlo de colegio o consultar un especialista por su cambio de conducta.
Ya no era fácil esconderlo y cada día destrozaba algo, no sabía que hacer con él, hasta que encontró una mesita tirada en el fondo y cada vez que alguien aparecía se la ponía por encima el elefante, No sabía bien de donde había salido esa mesa, era obscura, redonda, hueca y abierta por debajo y no pesaba casi nada aunque era incómoda de manejar, era casi tan extraña como su elefante que había cambiado en tan poco tiempo.
Al mes se despertó, era aún de noche, se escuchaban ruidos y golpes, el elefante pensó y corrió a la sala, encontró al elefante mucho más grande, intentaba escapar y su paso estaba destrozando la casa. Como todo momento caótica tenía una absurda comicidad, había crecido mucho y la mesita la llevaba de galera, inclinada hacía un costado. El niño corrió se puso enfrente del elefante, lo acarició, este no reaccionó mal, pero parecía no conocerlo del todo. El joven abrió la puerta y fue con frutas llevándolo hacia la misma, cuando el animal vio la luz del cielo se apuro a salir y tumbo al niño quien se lastimo la mejilla. El elefante estaba en la calle, giró y se miraron por un largo rato, ambos parecían tristes, sin decir nada el niño volvió entró, mientras que el otro se fue caminando aún con su improvisada galera.
Cuando volvió a la sala estaban sus padres, que miraban todo sin poder entender que había pasado...
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