Caminos - El mercader (Tercera parte)

El viejo carro se movía despacio, el ya cansado caballo que de el tiraba, parecía no poder ir más rápido que eso, los cacharros que colgaban por todas partes, emitían una melodía hipnótica, mientras el pueblo despertaba, el mercader se acomodaba en el centro del mismo. Así los madrugadores fueron los primeros en poder ver sus mercancías traídas de lejanas tierras, rodeadas por fantasías y bellas historias, que por supuesto elevaban el precio.

Uno de los primeros en revisar fue Luther, que esperaba siempre ansioso a cualquier visitante, para que le contara cosas de más allá del árbol cobrizo, de esas grandes ciudades con imponentes castillos y reyes en lujosas ropas. Atraído por un destello, metió la mano en uno de los sacos, para ver que era ese brillo, al tomarlo sintió un fuerte dolor, se había cortado, pero había logrado sacar una pieza única, un colgante, con una cadena de lo que parecía plata que sostenía una piedra roja en forma de punta, ¿Cuánto por esto? preguntó al mercader.

La verdad es una pieza hecha por los mejores artesanos, de unas lejanas tierras al otro lado de gran océano, solo el material de la cadena, ya es rarísimo, una amalgama de plata y un material que nunca pude ni pronunciar, y la piedra es un trabajo, que según parece fue desenterrado hace cientos años y pertenecería a los primeros habitantes de la tierra, dijo el mercader.

La cara del joven brillaba por la historia que había escuchado, ahora más que nunca quería ese collar, pero sabía que no sería barato, impacientemente respondió: solo tengo diez monedas, espero que se suficiente.

El hombre lo miró con cara de no parecerle un trato justo, permaneció en silencio por un tiempo, hasta que dijo: Está bien, no es el negocio que más me conviene, pero considerando que ahora está manchado con tu sangre, me va ser imposible vendérselo a otro, mientras mostraba una desdentada sonrisa. La transacción fue realizada con la mayor normalidad, Luther se disponía a irse, cuando las palabras del mercader, dieron en el centro de su atención. ¿Cómo puedes ser que un jovén con tus inquietudes, este encerrado en este pequeño pueblo? le preguntó. Luther sin dar crédito a lo que había escuchado se dió vuelta y empezó una pequeña charla con el hombre, donde le contó sus deseos de conocer el mundo. Así empezaron a darle forma a una pequeño plan, que hoy a la noche sería llevaba acabo.

Después de cenar, el muchacho se levantó de la mesa y salió como hacía todos los días, se encontró con su amigo, y le dijo unas últimas palabras: Si se lo explicara a mis padres nunca me entenderían, y tampoco espero que tu lo hagas, solo quiero que mañana, se lo comuniques, diles que he decidido irme, que por fin encontré el momento como tu me aconsejabas de dar el zarpazo, que me voy en búsqueda de mis sueños, pero que algún día volveré. Y a ti amigo mio, te deseo lo mejor, sé que serás un hombre de bien y si algún tendría que darle la mano de mi hermana a alguién seguro serías tu.
Wenceslao, se quedó sin palabras, cosa difícil en su caso pero abrumantemente cierta, no podía creer lo que escuchaba, que sus consejos habrían salido tan mal, pero no estaba en posición de hacer más nada, su amigo estaba decido, así que con un fuerte abrazo, lo despidió y le deció lo mejor.

Luther subió a la carreta del mercader y partió. Miró el árbol cobrizo, no sabiendo cuando lo volvería a ver.

Muchos días viajaron, con su compañero, aprendió a que no hay mentiras, sino formas de vender más eficientes, que una noche de lluvia se pasa mejor con una mujer, o con algo que caliente las entrañas.

Un día, cuando se acercaba la noche, después de viajar mucho, tomaron las últimas botellas que les quedaban, mientras reían y hablaban, el mercader miró al joven como nunca había mirado y le dijo, sé que me has estado robando, soy viejo he visto mucho, dame todo el dinero que tienes y estaremos a mano, el muchacho sin entender que pasaba intentaba explicar en media lengua que el nunca había robado nada, ni se le había ocurrido, muchacho dijo el mercader con tono obscuro puedo soportar a un ladron, pero nunca a un mentiroso, mientras Luther intentaba seguir explicando el hombre se le abalanzó, y con una fuerza que parecía sobre humana le apretaba el cuello al jovén, dame el dinero te será más conviniente, escuchó decir entre dientes, casi sin pensarlo, tomo el collar que le había comprado hace un tiempo atrás todavía en su ahora tan añorado pueblo, y con un rápido giro se lo clavó en el cuello al Mercader, la sangre bañaba todo, igual que el terror y la desesperación, salió corriendo de la carreta, corrió y corrió por el bosque, hasta que las piernas no pudieron más y se le aflojaron, y mirando las estrellas, entre las copas de los árboles, se durmió.

El precio de romper las cadenas que nos detienen, es el de romper aquellas nos protegen al mismo tiempo.