Giros, vueltas y calles

El aire pesado, mezcla de cientos de cigarros fumados y miles de historias contadas que aún no se habían decidido a dejar el ambiente, todavía giraban sobre las cabezas de los contertulios ahí sentados, carcajadas y penas de alcohol, daban al tango que sonaba de fondo vida, tanto así que todos sabían que estaba sentado en aquella silla, aquella que nadie se sentaba, por que era suya. Había entrado la noche hace varias horas, aunque en aquel bar, raro era que entrara el día, solo noche se sentía cómoda en él, de día se podía ver miles de personas que pasaban tomaban algo y se iban, personas ocupadas y ajenas, que lo mismo le daba un asiento que el otro, seguramente corrían detrás o adelante del tiempo, para matarlo o ganarlo, pero como todos sabemos el único que gana siempre es el tiempo.
Así en esa noche fría, Marcos tomó su cuaderno saludo a los muchachos, se ajustó el gabán y salio, lejos del calor interno, el viento de la calle laceraba la piel desnuda, esa que no había sabido esconderse debajo de la ropa, el caminante apuró el paso todavía faltaban varias cuadras para llegar.
Cruzó esa calle, esa que no le gustaba cruzar, algo ahí no estaba bien, no daba exactamente confianza, y su cuaderno, cual trampa minuciosamente plantada, resbaló, debía girar y recogerlo ahí donde nunca habría querido frenar.
Un hombre tenía el cuaderno en su mano, ya lo había abierto y lo estaba leyendo.
-Disculpe me lo devuelve, dijo Marco, no con la seguridad que le habría gustado decirlo.
-¿Es tuyo? ¿Son tus letras? La penumbra lo escondía, su voz sonaba vivaz, pero tenía una forma de rematar las frases que hacía que se helera la sangre.
Marcos asintió con la cabeza.
-Sabes que para escribir bien muchos han hipotecado su alma.
-Yo lo he hecho.
-Ah sí
-Sí a la musa que amo. Ella que borra toda nube de mi cielo, que logra hacerme escuchar la más bella música solo con mirarla y que es dueña de cada palabra del cuaderno que tienes ahora en tus manos.
El extraño le arrojo el cuaderno, giro sobre sus tobillos y rápidamente desapareció en la noche.
Marcos corrió hasta su casa, pero no lo hacía por el miedo, sino por que tenía mucho que hacer.
Abrió la puerta de su humilde casa, su gato vino a darle la bienvenida y él le respondió con un rápido saludo en la cabeza, no podía perder tiempo. Prendió la luz de su pequeño velador y en la soledad de su pieza se puso a escribir.
Al otro día antes de bajarse del colectivo, le dio una carta a una hermosa mujer con la que había compartido cientos de viajes pero nunca se había animado a hablarle.
Hoy Marcos espera el colectivo en la parada de siempre, lleno de incertidumbre por saber si a su musa le gustó su regalo.